martes, 2 de septiembre de 2008

Septiembre 2

La Doctora

Que sabía ella de abandono, si siempre estuvo rodeada de un tumulto de gentes. Entre hermanos, padres, hijos y abuelos. Su estirpe era heroica y roblezca. Fuerte como un Jiquí . Pasaba los sesenta años y su árbol familiar se mantenía vivo y lozano. Ella era la menos indicada para hablarme de soledades y silencios. Ella estaba ausente del rio de ausencias que corría por mis venas. Y allí estaba yo; con mi traje de flores y mi cartera agazapada entre las piernas, con ese mohín de nerviosismo a flor de labios, moviendo mis pies en circulos estrechos. Mirando de cuando en cuando mi reloj de pulsera para medir el tiempo.¿Y para qué quería yo medir el tiempo?. Si eso era lo que me sobraba. Nada había en mí que pudiera apurarme para compartir con los demás, al no ser mi abundante soledad. Pero allí estaba con mi traje de flores, esperando a ser llamada para la consulta de la sicóloga. La mujer más acompañada y feliz de mundo, escucharía mis miserias.
Aún la recuerdo de niña, cuando estudiabamos juntas. Con sus largas trenzas y su sonrisa colgada detrás de los pequeños espejuelos. Siempre presta a la ayuda ajena, misericordiosa y alegre; agradecida a la vida.
Yo me quedé a medio camino, perdí a mis padres cuando aún la adolescencia no entraba en mis contornos. Mi tio Agustín, se robó mi honra cuando los catorce años se posaban sobre mis hombros. Y luego mi tia Carmen, la esposa de Agustín, lo perdonó, y me tiró a la calle como si fuera una pelota sucia y usada. Y por ellas rodé todo lo que pude, sin abrigos, sin velas de cumpleaños, sin nuevos vestidos, solo con un enorme hueco en el estómago y una enorme soledad.
Hoy cumplo sesenta años de lucha y miseria, de ausencias y tristeza. Hoy dicen que la Doctora dará un diagnóstico de mi actitud mental. Hoy ella decide si voy presa de por vida, o si estoy loca de remate, solo por darle un tiro a mi tio Agustin, ayer mientras mi tia Carmen lo dejaba solo en su silla de ruedas. Ya la vida le había cobrado sus cuentas. Pero faltaba la mía.
Que sabe la doctora de mi inmensa soledad.